Castilla y León

CASTILLA Y LEÓN

Hicimos noche en Villafranca y continuamos hasta San Juan de Ortega. En San Juan de Ortega me sobrevinieron unas fiebres muy recias. Marco partió y me quedé solo. Me acogieron en el Hospital de Peregrinos. Me dolían todos los huesos. La fiebre no cedía y. en mis delirios, me reprochaba y maldecía la hora en que se me ocurrió emprender el viaje.

El dolor y la melancolía se adueñaron de mí. Me abandoné a mi suerte y no sé lo que hubiera sido de mí a no ser por Fray Braulio, un fornido monje natural de Soria que me curó la fiebre, los pies y el alma. Así, a los quince días, suficientemente repuesto, me despedí de Fray Braulio camino de Burgos donde llegué a primeros de Diciembre.

Me impresionó la majestad de la catedral cuyas ensortijadas torres se elevaban esbeltas buscando el cielo. Me alojé en unas estancias próximas al Convento de las Huelgas. Recuerdo el frío, mucho frío y la pertinaz niebla que envolvía la ciudad. Estaba todo el día empapado, aterido, pero no enfermé y pude seguir mi camino. Frío hacía cuando llegué y frío hacía cuando dejé Burgos.

Ante mí se abría la gran llanura castellana con sus tonos pardos. Algunas perdices caminaban parsimoniosamente entre los gélidos tabones de Tierra de Campos.

Pasé la noche en vela en Castrojeriz envuelto en una pobre manta, pero mi ánimo estaba restablecido.

Al día siguiente atravesé el Puente Fitero y no tardé en llegar a Frómista donde mis ojos se deleitaron con la contemplación de la Iglesia de San Martín. No me entretuve mucho en esta villa pues estaba deseoso de llegar a Villalcázar de Sirga para rezar delante de la Virgen Blanca.

Desde lejos divisé el magnífico templo levantado en su honor. Templo que fue templario, con soberbio pórtico y al entrar me envolvió la magia de su atmósfera interior.

Un cura me salió al paso y me llevó hasta la Virgen que cantara el Rey Sabio. Contemplé con emoción la hermosa talla y recé en silencio. (El trovador entona una cantiga)

Non dev’a entrar null’ ome – 217 –

Esta é de como un conde de França que vo a Santa Maria de Vila-Sirga
non pude entrar na eigreja a mos de sse confessar.
Non dev’a entrar null’ ome na eigreja da Sennor,
se ante de seus peccados mortaes quito non for.
Ca, par Deus, muit’ é ousado o que está en mortal
pecad’ e se non repente d’ir ant’ a esperital
Rea Santa Maria, que tant’ avorreç’ o mal;
e quen sse desto non guarda cae de mal en peor.

El cura, que era docto, había copiado y puesto en un atril junto a la imagen, un texto de D. Alfonso que así decía:

“Romeros, e peregrinos son omes que facen sus romerías e peregrinajes, por servir a Dios e honrar a los santos, e por favor de facer esto, extráñense de sus logares, e de sus mujeres, e de sus casas, e de todo lo que han, e van por tierras ajenas, lacerando sus cuerpos e despendiendo los haberes”

Después de comer y reponer fuerzas salí para Carrión donde llegué de anochecida. Busqué refugio en el Monasterio de San Zoilo. Al llegar oí a los monjes cantar y pasé a la Iglesia. Algunos parroquianos asistían a la oración. Al cabo de un rato caí en la cuenta de que era Nochebuena. El Camino me había hecho perder la noción del tiempo. Los monjes me dieron de cenar y me alojaron en un Hospital próximo donde pasé la noche en completa soledad. No digo que no me acordara de mi familia y de mi tierra, pero mis recuerdos no eran tan lacerantes como los que me asaltaron cuando abandoné Viana camino de La Rioja.

Permanecí en Carrión hasta año nuevo. El frio y la nieve desaconsejaban el Camino. En el Hospital vivían algunas familias que servían a los monjes. Entre todas juntaban un buen puñado de chiquillos que me alegraron con sus villancicos y sus juegos. Tuve mucho tiempo de visitar Carrión y contemplar despacio sus monumentos.

Me quedé extasiado al contemplar el “Cristo Majestad” del Pantocrátor de la Iglesia de Santiago. La perfección de sus ropajes, la dulzura de su rostro llevó a preguntarme ¿Qué le pasó a nuestro mundo en los últimos siglos?. Conocía alguna escultura y bajorrelieve romanos. Este Cristo estaba a su altura cientos de años después ¿Y mientras tanto – me apremiaba la misma pregunta – qué le pasó al mundo surgido de aquel mundo civilizado?. No pude por menos que preguntar por el autor de aquél pórtico. Nadie supo darme noticia. Nos dejó como herencia la belleza y su secreto.

Dos días asistí a Misa en la Iglesia de Santa María donde se venera la imagen de la Virgen de las Victorias y donde en esos días se puede contemplar un magnífico Belén. El descanso y las atenciones recibidas me dieron fuerza y decidí no retrasar más la partida. Sin esperar al día de Reyes dejé Carrión en medio de una clamorosa helada. Al poco me encontré la Abadía de Benevívere cuya silueta puede intuir a través de una espesa niebla.

El silencio lo invadía todo. Caminé casi a ciegas. No podía ver más allá de veinte pasos y debía prestar mucha atención para no extraviarme. Entre cuándo y cuando me asaltaban pensamientos o visiones inquietantes. Cerca de Ledigos creí descubrir la silueta de un lobazo negro que acechaba mis pasos. Dicen los pastores que el lobo nunca ataca al hombre pero a mí se me heló la sangre. Apreté fuerte el bordón, recé una jaculatoria antigua y tuve la fortuna de descubrir pronto las primeras casas de esta villa.

Palencia. Iglesia de Santiago de Carrión de los Condes
Palencia. Monasterio de San Zoilo en Carrión de los Condes

En Sahagún visité San Tirso. Me extrañó que las iglesias aquí fuesen de ladrillo y no de piedra. Estaba en estos pensamientos cuando descubrí en una plazuela a un hombre ensamblando las piezas de un carro. Yo alguno había hecho en Arlés, por lo que la curiosidad me llevó a acercarme. Pedro, que se llamaba el hombre, pensó al verme que buscaba el Hospital de Peregrinos y me indicó con la mano la dirección en que se encontraba pero avancé hacia él y le dije: “Yo también se hacer carros”. Me miró un tanto incrédulo pero, pasados unos instantes, me dijo ¿Por qué no me ayudas? Pedro no se fiaba mucho de mis conocimientos pero cuando entramos a discutir cuáles eran las mejores maderas que podían utilizarse para hacer las distintas piezas supo que conocía el oficio. Me pidió que me quedase unos días, me ofreció alojamiento y un jornal. Le enseñé muchas cosas y él me las enseño a mí. Lo mejor es que me dio la oportunidad de introducirme en un mundo muy particular, ajeno al propio de los peregrinos.

En las gélidas noches castellanas los hombres acudían a la fragua. Algunos llevaban cantarillos con vino, otros una morcilla o carne adobada. Al calor de la lumbre se animaban las conversaciones. Pedro me llevó el primer día y me presentó como un hallazgo insólito. Sabe de carros, dijo.

Eran hombres rudos, pero no tanto porque algunos de ellos sabían de libros y de Historia. De la Orden de Cluny sabían más que yo, me hablaban de Reyes y de luchas, del Rey Alfonso VI que tanto favoreció a la villa. Los demás asentían a todas sus afirmaciones. De la erudición pasábamos pronto a lo cotidiano para porfiar si el vino de la zona era mejor que el de Burdeos.

Otras veces la conversación discurría por el capítulo de leyendas y hechos célebres protagonizados por alguno de los presentes. Yo les contaba mis historias y las costumbres de mi tierra. Un domingo Pedro me invitó a comer a su casa y me presentó a su mujer y a sus dos pequeñas hijas que apenas se atrevían a mirarme. No pude por menos que recordar a mi familia. Entre unas cosas y otras concluimos la fabricación del carro y me dispuse a partir. Pedro se empeñó en pagarme los jornales por mucho que yo los rechazara. Me dijo muy solemne “Del cielo para abajo, cada uno vive de su trabajo” y buena falta te hará para el Camino.

Me costó mucho llegar a Mansilla, las escasas horas de luz y el frío ralentizaban mis pasos. En Mansilla volví a mi mundo, el de los peregrinos, el de la escasez, el de la soledad. Como llevaba algún dinero me alojé en una Posada que tenía una buena chimenea. Para comer bacalao con patatas.

Por fin llegué a León a mediados del mes de Febrero. Una vez me repuse de las fatigas del Camino fui a visitar en primer lugar la Catedral. La luz tibia del sol de febrero acariciaba los tejados y algunas calles y plazas. No era la primavera pero me devolvió la vida. Al entrar en la Catedral me sentí transportado a un mundo de sueños. Me encontré metido en el interior de un inmenso caleidoscopio en el que, al moverme, las vidrieras se concertaban para ofrecerme las más diversas composiciones trenzadas de color y geometría. Caminaba absorto y desasido, disfrutando de aquella experiencia inigualable.

Recuerdo vagamente que también había música, que percibía el sonido reverberado entre las bóvedas, me parecían danzas. Seguí caminando, seguí recorriendo las estancias, sentí que volaba y ascendía. No sé cuánto duró aquello ni cuánto tiempo más permanecí allí. Un sacristán hizo sonar un manojo de llaves indicando la dirección de la puerta y ello me hizo volver de mi hechizo.

Cuando salí el sol ya se había ido pero el frío no era intenso. Me retiré despacio e intenté recrear la experiencia vivida en la Catedral que, desde entonces, pasó a formar parte de mis más especiales recuerdos. Me resistía a abandonar León. Prolongué un poco la estancia para visitar San Isidoro y luego partí.

El tiempo benigno me acompañó dos jornadas, En Astorga volvió el frio y con él las penalidades.

No obstante, en Castrillo de los Polvazares llegué al tiempo que se celebraban las bodas de gente muy principal, quienes tuvieron a bien obsequiarme, en mi condición de peregrino, con algunas viandas de carne y tocino que consumí con deleite y resultaron un  impagable regalo para mi sacrificado estómago, acostumbrado a ingerir sopillas y hortalizas. Desde lejos se percibía la algarabía del banquete. Oí que cantaban

«Hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos, que mañana ayunaremos. Por honra de Sant Andruejo, parémonos hoy bien anchos, embutamos esos panchos, recalquemos el pellejo,

Que es costumbre de concejo, que todos hoy nos hartemos, que mañana ayunaremos. Honremos a tan buen santo porque en hambre nos acorra, comamos a calca porra, que mañana hay gran quebranto.

Comamos, bebamos tanto, hasta que nos reventemos, que mañana ayunaremos.»

(Juan del Encina)

Al coronar el puerto de Foncebadón me encontré con una esbelta cruz que tenía en su pie un montón de piedras. Me dijeron que era costumbre que los peregrinos arrojaran allí una piedra simbolizando así el desprendimiento de sus pecados y la solidaridad con todos los caminantes a Santiago.

Yo arrojé mi piedra y recé en silencio. Pedí perdón por aquellos actos que hubiesen podido herir a cualquier persona, aún sin yo saberlo y di gracias al cielo por haberme permitido recorrer el Camino hasta este punto.

Antes de llegar a Ponferrada se produjo ocasión para gran disgusto pues, habiendo parado en un llano a la vera del Camino descubrí, como a un tiro de piedra, una fuente de muy buena apariencia. Me acerqué a probar el agua y, al regresar, comprobé con estupor que había desaparecido el hatillo que llevaba y que contenía mis escasas pertenencias y algún dinero que me quedaba de Sahagún. Corrí desaforadamente de un lado a otro tratando de dar con el autor de semejante mezquindad pero éste había elegido bien el terreno y todos mis esfuerzos fueron baldíos. Me encomendé a Nuestro Señor Santiago pidiéndole socorro en este trance y más ligero que nunca de equipaje me dejé caer hasta Ponferrada donde fui socorrido y consolado.

Allí visité el Castillo que perteneció a los Caballeros Templarios. Al cruzar sus patios, al entrar en sus estancias, una espesa atmósfera de misterio te atrapaba el alma. El oído estaba atento ante el inminente sonido de los cascos de los caballos que regresaban con sus acorazados jinetes.

En medio del silencio, los graznidos de los cuervos y. de cuando en cuando, el penetrante sonido de las bandadas de vencejos parecían gritos y lamentos de los famosos caballeros del Temple. Me retiré del lugar un poco aturdido preguntándome ¿Qué fue de estos guerreros? ¿Cuál fue la causa de su ocaso? Al partir de Ponferrada me proporcionaron comida y una manta vieja y proseguí mi Camino.

El Bierzo me recibió con su mejor cara. La primavera se había hecho presente y estallaba por todos lados. Los primeros brotes, las primeras flores. Algún rato de calor. Cerca de Villafranca, recostado en un roble, me quedé plácidamente dormido. Soñé que ya llegaba, que recorría en volandas las etapas y me veía en Santiago arrodillado ante el Apóstol. Cuando desperté reinaba una gran serenidad y se presentía Galicia.

De repente descubrí en el horizonte una silueta familiar. Sí, ¡Era Renato el Franciscano!. Avanzaba como a saltos, parecía que bailaba. Al advertir mi presencia se detuvo al instante sintiéndose descubierto y tras un breve titubeo exclamó ¡Teobaldo, que alegría! ¿Cómo llevas el Camino?

Pronto nos pusimos al tanto de nuestras respectivas peripecias. Me dijo que permaneció mucho tiempo en León en el Hospital de San Marcos, dedicado al cuidado de los enfermos pero con el buen tiempo reemprendió el Camino. Pasamos la noche bajo un cielo estrellado.

A Galicia →