Galicia

GALICIA
Al día siguiente continuamos la marcha. La Sierra de los Ancares nos recibió con una espesa niebla y en ella desapareció Renato.
Camine como pude entre nubes hasta O Cebreiro y más tarde, al coronar el Alto de San Roque y ver de nuevo brillar el sol, sentí que los pasos se apresuraban, que Santiago me esperaba compartiendo mi inquietud por la llegada. Pasé veloz por Triacastela y no me detuve hasta Samos.
Por la noche, después de rezar completas con los monjes, nos reunimos los peregrinos. La ansiedad por la proximidad del destino provocaba insomnio. Era la hora de las historias y las leyendas. Agrupados en torno a la lumbre el licor del peregrino soltaba la lengua. Recuerdo la historia de los enamorados.


Resultó que la hija de unos señores de Samos quedó prendada de un peregrino navarro. La joven llamada Clara resultó correspondida por el peregrino pero, advertidos los padres de aquélla de esta circunstancia, conminaron al joven a que abandonara el lugar a la mayor brevedad, lo que éste hizo sin despedirse siquiera de su amada para evitarle el dolor de la partida.
Ocurrió que la joven, avisada, supo de la marcha y por la noche abandonó a hurtadillas su casa y salió en pos del amado peregrino. Al descubrirse por la mañana el hecho, el padre y hermanos de la joven salieron a caballo en su búsqueda llenos de ira. Pero sus esfuerzos fueron en vano pues los jóvenes decidieron casarse en la cercana ermita de El Salvador, encomendando a él su destino.
Sólo la divina protección evitó que el mayor de los hermanos de la joven acabara con la vida de los huidos en el momento de su hallazgo pues ni siquiera los intentos del dolorido padre hubieran llegado a evitar este propósito.
Los esposos en agradecimiento caminaron a postrarse ante el Apóstol. Vivieron honradamente muchos años, tuvieron cuatro hijos y uno de ellos llegó a ser Abad de Samos.
El Trovador canta
Mi libertad en sosiego
Mi corazón descuidado
Sus muros y fortaleza
Amores me lo han cercado.
Poema de Juan del Encina


Dice la leyenda que, año tras año, por primavera, nunca falta un ramo de rosas blancas a los pies de la imagen del Salvador que nadie admite haber colocado.
Entre bosques y corredoiras, mis pasos se precipitaron hasta Leboreiro. El corazón no me cabía en el pecho y mis pies volaban sin reparar siquiera en los cruceiros que jalonaban el camino. Y sucedió, sí; sucedió cuando atardecía.
La pendiente se fue suavizando hasta desaparecer y dejó ante mí un caserío en medio del cual pude descubrir las torres de la vieja catedral.
Yo reía, reía y bailaba atolondrado, desinhibido, embriagado de imágenes pasadas y futuras. En mi cabeza se agolpaban atropellándose los recuerdos y deseos más recientes y más remotos. Sólo estaba cuando llegué al Monte do Gozo y sólo me encontré cuando, de noche cerrada, volví de este trance.
Pasé la noche allí, rezando y dando gracias a Dios y a nuestro Señor Santiago por haberme conducido con ventura hasta su santuario, anhelando impaciente el momento de fundirme con Él en un sublime abrazo.